miércoles, 2 de junio de 2010

Tema integrador – debate

Los padres pueden manifestar diferentes estilos en la forma de comunicarse con sus hijos:
En el estilo pasivo, sumiso o inhibido, los padres se muestran incapaces de hacer valer sus deseos y sus opiniones frente al hijo. Muestran una actitud claramente defensiva y de auto concentración. Se sienten inseguros en su papel y deciden callarse, aguantar, adaptarse y ceder a la más mínima presión por parte del hijo.
En ocasiones piensan que si anteponen sus criterios a los del hijo pueden traumatizarle o llegar a ser rechazados por éste. Se guardan sus opiniones o, como mucho, llegan a expresarlas con timidez, con excesiva laxitud, sin decisión ni convicción, con un tono de voz generalmente bajo.
A la hora de educar y de abordar las naturales diferencias de opinión en el seno de la familia, esta forma de comunicarse genera frustración, ansiedad, baja autoestima, así como sentimientos de culpa y auto desprecio en el padre. Éste vive un conflicto personal interior y se siente incapaz de controlar o dirigir la situación con arreglo a sus deseos.
Normalmente tiende al retraimiento, a protegerse, a evitar las discusiones, y acaba sometido al hijo, acatando los dictados de éste, que termina por hacer su voluntad y salirse con la suya. En algún caso puntual su inhibición se puede transformar en cólera, explotando cuando alguna pequeña gota termina de colmar el vaso, con el consiguiente sentimiento de culpabilidad.
Los hijos se pueden sentir superiores ante el comportamiento de sus padres, pero también culpables. Desearían ver una mayor autoconfianza en sus padres.
En el estilo agresivo, dominante, impositivo, los padres intentan imponer sus criterios a los hijos sin tener en cuenta la opinión de éstos. El padre dominante sobrevalora y atiende casi en exclusiva sus propias opiniones, deseos y sentimientos, pero, a la vez, desoye, rechaza, desprecia o resta importancia a los de sus hijos. La balanza queda desequilibrada a su favor. Las decisiones se toman de forma unilateral.
Su discurso suele estar plagado de advertencias, amenazas, obligaciones. Se trata de mandatos y dictados que hay que cumplir y sobre los que no se plantea posibilidad de discusión. El planteamiento del contenido suele ser en negativo, sobre lo que no se debe hacer o decir. Pretende informar, sin intención alguna de argumentar o debatir sobre el tema en cuestión. El resultado es una especie de monólogo exigente y en ocasiones culpabilizado.
El estilo agresivo se manifiesta por la actitud desafiante, tensa, cargada de gestos de autoridad, amenaza e intimidación. Mientras se dan órdenes al hijo, se bate el puño cerrado arriba y abajo, con el dedo índice extendido en señal de advertencia.
El padre agresivo habla desde una posición de clara superioridad, con una acusada rigidez y con mensajes unidireccionales, cargados de subjetividad. Su forma de hablar se puede caracterizar por una cierta aceleración en lo que a velocidad del habla se refiere, y por un tono de voz elevado que intenta demostrar firmeza. A la menor contradicción pierde el control y no duda en ponerse a gritar mientras realiza movimientos expansivos. Puede incluso llegar a emplear la violencia física, como arma de imposición de su autoridad.
Tal vez consiga un control inicial de sus hijos cuando éstos son pequeños, pero con toda probabilidad las discusiones y los conflictos serán frecuentes a medida que el hijo vaya creciendo. La rebeldía propia de la etapa de la adolescencia entrará en colisión con esta forma de educar.
El estilo agresivo generalmente causa rechazo en quien lo soporta. El hijo probablemente verá quebrantados una y otra vez sus derechos. No se sentirá aceptado ni respetado. Puede terminar por considerar que no debe tener suficiente valía como persona como para merecer ese respeto. Su autoestima se verá también afectada. Es fácil que el hijo se sienta humillado e invadido en ocasiones por el resentimiento.
Las reacciones ante este estilo pueden variar desde la ansiedad y el enfado hasta la cólera y la agresividad. Es evidente que estamos hablando de un estilo que infunde, sobre todo, temor y miedo. En muchos casos generará odio y fuertes deseos de venganza, que seguramente el hijo acabará manifestando de formas diversas.
En el estilo asertivo, auto afirmativo, dialogante, el padre no se inhibe a la hora de manifestar sus opiniones, ni intenta imponer sus criterios de forma autoritaria, como ocurría en los dos estilos anteriores respectivamente. La asertividad es la capacidad de defender activamente nuestros derechos sin violar los de los demás y permite que todos expresen abierta y directamente sus ideas. Las ideas se defienden, las opiniones se razonan y las normas se argumentan, sin apelar al sometimiento ni provocar rechazo. Las opiniones y razones del hijo también son consideradas como importantes y legítimas, son escuchadas y tenidas en cuenta.
Es una comunicación que se construye con la intervención de las dos partes. Resulta especialmente útil para analizar juntos las cuestiones, prevenir conflictos futuros, negociar, resolver las dificultades, buscar alternativas, encontrar posibilidades.
El padre que utiliza el estilo asertivo no habla mascullando entre dientes ni necesita levantar la voz hasta llegar a gritar. Mantiene un diálogo coherente y claro, en el que predomina el necesario contacto visual, la adecuada fluidez del habla y la naturalidad de los movimientos. Estos elementos facilitan la continuidad de la interacción. Algunos gestos característicos que puede manifestar son la apertura de manos y brazos, que revela una mente dispuesta a escuchar, así como los gestos de aprobación y asentimiento.
La imagen del padre asertivo es la de una persona equilibrada, segura, satisfecha, relajada y tolerante. Una persona sociable que se respeta a sí misma y que sabe respetar y valorar también a los demás. Muestra un carácter activo, decidido, colaborador y optimista. Su liderazgo personal es propio de una persona que se siente dueña de sí misma, que sabe auto controlarse.
Con el estilo asertivo los hijos aprenden que pueden dialogar con sus padres y expresarse libremente con el mismo respeto que reciben de ellos. La comunicación entre ambos es fluida. Escuchan con más interés la información que se les proporciona, que ya no es en forma de órdenes impuestas. Se sienten apreciados, valorados, escuchados, tenidos en cuenta y respetados. Participan en las decisiones en un ambiente de colaboración.
Probablemente una de las principales cualidades de este estilo es que es percibido por el hijo como justo. El liderazgo personal, la ecuanimidad y el sentido de la justicia legitiman al padre a la hora de educar, puesto que queda investido ante los hijos de la necesaria autoridad moral. Puede contar con el respeto de éstos.
Como consecuencias más habituales de este estilo de comunicación, podemos destacar que el hijo se sentirá respetado, apreciado y satisfecho consigo mismo. Su autoestima se verá fortalecida. Su estabilidad y equilibrio emocional se verán beneficiados.
El estilo asertivo contribuye a crear un clima relajado, armónico y muy positivo, que redunda en una mejora sensible y evidente tanto en las relaciones familiares como en las relaciones sociales en general.
Completo este artículo con esta otra fuente: ANTE UNA EDAD DIFÍCIL (Joan Corbella, Carmen Valls Llobet).
Parece obvio que los padres deben sentir afecto hacia los hijos, pero esto no es siempre cierto. Hay padres y madres que rechazan a sus hijos, que sienten celos o envidias, las más veces inconfesados, lo que supone que actúen con una tremenda insuficiencia cuando intentan educarlos.
La integración afectiva de los hijos dentro de la familia es el paso primordial e ineludible para conseguir una relación positiva y fructífera. Debe procurarse que los hijos no menoscaben la afectividad de la pareja, que la familia no suponga nunca la muerte de aquellos que la fundaron. De no ser así, uno de los progenitores desplazará su afectividad hacia los hijos y, en consecuencia, el otro se sentirá rechazado. Por mucho que comprenda la situación, e incluso aunque admita como deseable, el rechazado tendrá siempre que vencer un sentimiento negativo hacia sus hijos, sentimiento que tal vez sea superable si es poco intenso, pero que puede convertirse en un grave obstáculo en la relación entre padres e hijos cuando es muy fuerte.
La relación afectiva de la pareja condiciona el entramado de relaciones con que se encontrará el recién nacido, y en el cual se desarrollarán los primeros pasos de su formación. Resulta, pues, fundamental el clima afectivo de los adultos que conviven con el niño. La capacidad del adulto para crear estímulos positivos tendrá importancia capital llegada la adolescencia. En esta edad, en la que se producen alejamientos de la familia e individualizaciones personalizadoras, que dan la impresión de que se vive al margen de la relación familiar, el tono afectivo tiene gran trascendencia a la hora de valorar la capacidad de los padres para ofrecer un marco de seguridad al joven. No es infrecuente encontrar padres infantilmente enfrentados a sus hijos, que consideran como una agresión todo aquello que éstos hacen en contra de su voluntad y que convierten en un conflicto emocional cualquiera de las digresiones normales que lleva implícita la convivencia.
A pesar de que las intenciones de los padres son seguramente inmejorables, la evolución de la personalidad de los hijos, la determinación de sus motivaciones y la estructuración de sus objetivos prioritarios, sólo pueden surgir de ellos. También ellos serán responsables de su yo; los padres podrán haber sembrado la mejor semilla y abonado a conciencia el campo, pero existe un margen autónomo de libertad personal que permite a cada individuo afrontar su existencia de acuerdo con sus propios deseos. Deseos que deben ser siempre respetados.
Cuando la relación entre padres e hijos se apoya en un profundo acuerdo en lo fundamental, en los ideales básicos y en el respeto mutuo a sus realidades personales, las discrepancias puntuales, aun siendo tensas en determinados momentos, carecen de importancia.
Debemos, pues, emplear todas las energías posibles en entender y compartir los ideales de nuestros hijos, influyendo en ellos en la medida que la perspectiva adulta lo indique. Una vez establecidos, el respeto a sus distintas formas de manifestarse será la mejor consigna para la convivencia y la mayor garantía de la consecución de esos ideales.

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